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domingo, 18 de noviembre de 2012

Una noche 2.


Largo rato duró su penosa aventura por aquellos horribles túneles. Extenuado y desangrándose, Joseph cayó de bruces contra el suelo, quedando su cuerpo en una postura ridícula, que sumada a un llanto infantil y a la soledad de su cuerpo desnudo, produjo una estampa cuanto menos patética. Con enorme dificultad logró abrir los ojos. Vislumbró a pocos pasos de donde él se encontraba un enorme árbol de color grisáceo y gruesas ramas puntiagudas que apuntaban hacia arriba con tono amenazante. Las hojas caídas pintaban de marrón el suelo gris de aquel lugar.

Tras él, el eco de unos pasos rápidos y seguros auguraba la llegada de alguien. Como pudo se colocó de rodillas, agarró la antorcha que seguía ardiendo a su lado y proyectó su luz hacia los pasos. Ixtab avanzaba hacia él con los ojos cerrados, y el pelo negro le caía como una cascada de turbias aguas sobre sus hombros; se encontraba desnuda y en plena descomposición, una cuerda liada al cuello era cuanto portaba la diosa. Se detuvo un instante ante él, posó su mano sobre la cabeza de Joseph y acarició su pelo. Parecía compadecer al desgraciado. Asió su mano y lo condujo lentamente hacia el árbol. Mientras caminaba hacia él, vio como a su alrededor aparecían multitud de extraños personajes. A su izquierda, un joven de unos veinte años, narigudo y patizambo, ataviado con un elegante frac y portando un ramo de flores ya marchitas, corría entre suplicas y sollozos tras una hermosa joven de largos cabellos que burlándose de éste, saltaba y reía mientras se despojaba de los harapos que la cubrían; Una señora obesa y mugrienta, daba palmas y hacía chocar sus enormes pies contra el suelo ante lo cómico de la escena; un grupo de ancianos barbudos y encorvados se reunían en torno a otra joven que mostraba sin pudor sus más ocultos encantos, pero que, para disfrute y regocijo de los viejos, se enfadaba y golpeaba a cualquiera que osara tocarla.

Del árbol colgaban ya varias personas; todas ellas muertas hacía bastante tiempo a juzgar por el olor que desprendían, eran picoteadas y devoradas por multitud de buitres que se aferraban una y otra vez a la carne de los putrefactos cadáveres. Le tocó el turno a Joseph  y   con una sonrisa de sincero agradecimiento y alivio aceptó la cuerda que la diosa le ofrecía y se colgó del árbol. Oyó su cuello partirse al dejar caer su peso y la liberación fue total. Había llegado a su meta, el camino había sido duro, pero al fin halló la recompensa del descanso.
***

Se despertó de repente, agitado y sudoroso, el corazón le latía con tanta fuerza que llegaba a dolerle. Seguía siendo de noche, las estrellas no se habían movido y la Luna seguía observando al Mundo. Joseph metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó  una pequeña hoja arrugada y de un color amarillento del que solo el tiempo tiene la fórmula. Con cuidado desplegó el papel: “Buitres. Franz Kafka”. Sentado aún comenzó a reír, parecía que todo se había vuelto más nítido, todo se había aclarado. << El sufrimiento puede acabar en alivio siempre que se desee >> pensó Joseph. De un salto, como con espíritu renovado, se puso en pie y prosiguió el camino.