Largo rato duró su penosa
aventura por aquellos horribles túneles. Extenuado y desangrándose, Joseph cayó
de bruces contra el suelo, quedando su cuerpo en una postura ridícula, que
sumada a un llanto infantil y a la soledad de su cuerpo desnudo, produjo una
estampa cuanto menos patética. Con enorme dificultad logró abrir los ojos.
Vislumbró a pocos pasos de donde él se encontraba un enorme árbol de color
grisáceo y gruesas ramas puntiagudas que apuntaban hacia arriba con tono
amenazante. Las hojas caídas pintaban de marrón el suelo gris de aquel lugar.
Tras él, el eco de unos pasos
rápidos y seguros auguraba la llegada de alguien. Como pudo se colocó de
rodillas, agarró la antorcha que seguía ardiendo a su lado y proyectó su luz
hacia los pasos. Ixtab avanzaba hacia él con los ojos cerrados, y el pelo negro
le caía como una cascada de turbias aguas sobre sus hombros; se encontraba
desnuda y en plena descomposición, una cuerda liada al cuello era cuanto
portaba la diosa. Se detuvo un instante ante él, posó su mano sobre la cabeza de
Joseph y acarició su pelo. Parecía compadecer al desgraciado. Asió su mano y lo
condujo lentamente hacia el árbol. Mientras caminaba hacia él, vio como a su alrededor
aparecían multitud de extraños personajes. A su izquierda, un joven de unos
veinte años, narigudo y patizambo, ataviado con un elegante frac y portando un
ramo de flores ya marchitas, corría entre suplicas y sollozos tras una hermosa
joven de largos cabellos que burlándose de éste, saltaba y reía mientras se
despojaba de los harapos que la cubrían; Una señora obesa y mugrienta, daba
palmas y hacía chocar sus enormes pies contra el suelo ante lo cómico de la
escena; un grupo de ancianos barbudos y encorvados se reunían en torno a otra
joven que mostraba sin pudor sus más ocultos encantos, pero que, para disfrute
y regocijo de los viejos, se enfadaba y golpeaba a cualquiera que osara
tocarla.
Del árbol colgaban ya varias
personas; todas ellas muertas hacía bastante tiempo a juzgar por el olor que
desprendían, eran picoteadas y devoradas por multitud de buitres que se
aferraban una y otra vez a la carne de los putrefactos cadáveres. Le tocó el
turno a Joseph y con una
sonrisa de sincero agradecimiento y alivio aceptó la cuerda que la diosa le
ofrecía y se colgó del árbol. Oyó su cuello partirse al dejar caer su peso y la
liberación fue total. Había llegado a su meta, el camino había sido duro, pero
al fin halló la recompensa del descanso.
***
Se despertó de repente, agitado y
sudoroso, el corazón le latía con tanta fuerza que llegaba a dolerle. Seguía
siendo de noche, las estrellas no se habían movido y la Luna seguía observando
al Mundo. Joseph metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pequeña hoja arrugada y de un color
amarillento del que solo el tiempo tiene la fórmula. Con cuidado desplegó el
papel: “Buitres. Franz Kafka”. Sentado aún comenzó a reír, parecía que todo se
había vuelto más nítido, todo se había aclarado. << El sufrimiento puede acabar en alivio siempre
que se desee >>
pensó Joseph. De un salto, como con espíritu renovado, se puso en pie y
prosiguió el camino.