Recuerdo muy bien aquella mañana
otoñal, la luna menguante aún brillaba en el cielo, y el viento, aunque frío,
me resultaba agradable. Andaba yo a paso lento sin prestar mucha atención a
nada ni a nadie, sumido, como siempre, en mis pensamientos.
Pasaba por un momento de mi
adolescencia en que me lo cuestionaba todo, notaba algo en mi cabeza, como una
especie de semilla, una idea, que no acababa de brotar, pero que estaba seguro
que lo haría. Que de ella saliera un enorme bosque o una flor raquítica y marchita
solo lo sabría con el tiempo.
Por la noche, al acostarme, era
cuando con más claridad veía esa idea, destellos fugaces y nítidos me hacían
ver, por unos instantes, en lo que se convertiría al final esa cúmulo de
pensamientos que me colmaban desde hacia varios meses.
A veces pensaba que mi carácter
estaba tomando su forma definitiva, así sería yo el resto de mis días, quizás
estaba cambiando mi manera de ver las cosas; puede ser que simplemente estuviese
llegando a ese momento en la vida en el que puedes decir que has madurado.
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