Caminaba sin pensar en nada, al menos en nada
que pudiese preocuparle. Aquella noche en su mente sólo había cabida para agradables
recuerdos que creía haber olvidado y que, sin saber cómo, aparecían para ser
disfrutados en fugaces pero intensos momentos para luego volver a desaparecer
con la misma sorpresa con la que surgieron. La noche era clara, soplaba una
suave brisa que movía con delicado tacto las flores del valle y los búhos
ululaban desde su refugio en el espesor del bosque. Se paró un instante y miró
arriba, hacia la infinidad del cosmos, desde donde las estrellas refulgían allá
en el firmamento y la Luna inundaba con su luz todo cuanto podía verse. Se fijó
en las estrellas y pensó en Ptolomeo y sus treinta y cinco constelaciones;
quiso ver a Orión, el cazador, a Andrómeda, la princesa o a Hidra, la gran
serpiente marina; pero él no era Ptolomeo, y las estrellas que observaba
aquella noche no querían unirse para formar tales formas. Su mirada se alejó de
los enigmas del cielo y, con una leve sonrisa, echó su vista atrás: el pueblo
quedaba lejos, pero aún lograba verse la luz de las casas y el humo de las
chimeneas alejándose de éstas en un camino que no parecía tener fin. Se tumbó
sobre la hierba mojada por el rocío nocturno y acomodó sus manos tras la
cabeza. Pensaba en no volver más al pueblo, nadie le esperaba en casa,
realmente nadie le esperaba en ningún sitio. Desde que tuvo uso de razón,
Joseph Mcmura, el héroe de nuestra historia, siempre se encontró solo, puede
que por su vida pasasen amigos, entrañables conocidos, pero fueron tan fugaces
como el recuerdo de esos rostros en su mente. Tanto era así, que sólo podía
recordarlos como una mancha confusa y borrosa; a ninguno de ellos podía
detallar con más precisión que la del garabato de un niño, en el que se
entremezclan colores y extrañas formas
en un sinfín de trazos al azar. Abordó sus recuerdos más íntimos, dolorosos
muchos de ellos, demasiados podría decirse; otros, y éstos eran de su lejana
infancia, lo colmaban de una felicidad extrema que le incitaba a jugar como
aquellos días de antaño, corriendo tras las mariposas y sintiéndose un
verdadero cazador bajo la cálida mirada del sol primaveral. Pero de esos juegos
y de esas tardes hacía ya muchísimo, y el viejo Joseph atravesaba ahora el último
trecho de su larga y solitaria vida. Pasaba los días sumido en interminables
cavilaciones, fantásticas ensoñaciones sobre una vida que pudo ser y no fue,
ardientes deseos de una juventud perdida y encerrada bajo la pesada llave de
unos años que, para nuestro viejo amigo, estaban siendo demasiado largos y
difíciles.
Una oscuridad total colmó sus
pensamientos, un completo vacío se adueño de su ser; de todo cuanto él era. El
eco de un doloroso silencio retumbaba en su cabeza incesante, haciendo la
estancia imposible en aquél lugar recóndito de su subconsciente. Quería huir de
allí, de aquel mundo extraño exento de vida. De pronto, una inexplicable calma
hizo presencia en su alma, un extraño peso que le impedía mover cualquier
extremidad. Luchó en vano por librarse de las cadenas a las que estaba siendo
sujeto; luchó durante un tiempo, pero finalmente, resignado y agotado, se dejó
vencer y afrontó con decisión lo que le tenía preparado el siempre impredecible
y sorprendente mundo de los sueños.
Se encontró vagando por lo que
parecía ser una caverna que descendía estrecha y sinuosa hacía lo más profundo
de la Tierra. Joseph se encontraba desnudo y sólo la luz de la antorcha que
portaba le ayudaba a franquear con más facilidad el interminable camino de
descenso a las entrañas terrestres. Bajo sus pies la roca ardía de forma casi
insoportable, produciéndole dolorosas llagas que empeoraban de forma
preocupante a cada paso que daba. Pero no podía parar, algo lo llamaba con
ansia. Una fuerte atracción hacia no sabía dónde lo impulsaba a seguir
caminando dolorosa y penosamente. Cada metro se convirtió para Joseph en un
auténtico calvario; hacía tiempo que no sentía sus destrozados pies, pero la
caverna seguía descubriendo, ante la mirada perdida del viejo, intrincados caminos
que se separaban unos de otros para volver a unirse más adelante como una
enorme telaraña de ardiente roca. Aquel lugar parecía haber sido creado por el
mismísimo Diablo para torturar a aquellos que ya no tienen razón de vivir.
Muchas gracias por pasarte por mi blog.
ResponderEliminarLo que leo aquí me gusta.
Si me permites una sugerencia yo haría el texto menos compacto, esto es, sustituiría algunas comas por el punto y coma y aun con el punto seguido y punto y aparte, separaría los párrafos, dejaría "respirar" al texto y también dar un respirio al lector ;)
Es mi modesta opinión. Pero puede que haya estado en tu ánimo hacerlo así, al modo claustrofóbico de Kafka de "El proceso" o "El castillo". Veo que te gusta la lectura reflexiva por los autores que citas en tu perfil.
Es un placer haberme pasado por aquí.
Un saludo.
Sinceramente, tu relato me ha impactado y ha hecho avivar mi curiosidad, así que me gustaría leer algo más.
ResponderEliminarSobre el texto debo afirmar que es bastante original e interesante, así que te animo a seguir con esto;)
Un saludo!!!
Muchas gracias por tu comentario y por pasarte por mi blog y, sobre todo, por querer leer algo más de mí.
EliminarEspero poder seguir escribiendo la siguiente parte en breve, ahora estoy algo liado, pero prometo no tardar mucho.
Muchísimas gracias de nuevo.